miércoles, 26 de septiembre de 2007

EXPLOSION DE SANTIDAD


Por Andrés Santibañez
Asumo que las comparaciones son odiosas y molestas, pero no puedo dejar de asimilar la explosión de santidad al triste fenómeno que ocurre todos los años cuando comienza la primavera. El invierno con sus chaquetas grandes y gruesos abrigos, nos proveen una suerte de escondite corporal a nuestro kilitos de más. Pero cuando ya estamos en primavera y comienza a salir el sol con más frecuencia, tenemos que necesariamente comenzar a sacar esas capas de ropas que ocultan un fuerte y sano cuerpo, que para nuestra desgracia, no es el mejor modelo para exhibir con ropas delgadas. Es en ese punto en donde comenzamos a realizar todo el ejercicio que no hicimos por más de seis u ocho meses. Nos torturamos comiendo menos grasas y obligamos nuestra manipulada voluntad a realizar interminables sesiones de abdominales y dietas terroríficas... en consecuencia, queremos recuperar todo lo perdido en un poco tiempo. En nuestra vida espiritual ocurren cosas similares. Vivimos largos periodos de nominalismo santo, de hibernación espiritual, de criogenización religiosa y el día menos pensado, después de una larga siesta queremos conquistar el mundo entero para Cristo. Esto nos pasa generalmente después de grandes congresos o actividades masiva que dejan nuestros ánimos por las nubes. Ese sentimiento no está mal, de hecho es tremendamente positivo, pero no podemos olvidar los principios que propiciaron la creación de la raza humana. Cuando Dios pensó en nosotros, no nos proyectó como trabajadores compulsivos, vendedores deseosos de comisiones celestiales o adoradores programados, que le hagan subir el ego debido a su falta de autoestima. Cuando él pensó en nosotros, pensó en personas con las cuales podía relacionarse, con las cuales podía compartir amor... Fuimos creados gracias a su amor. En este contexto, no podemos dejar de lado el factor tiempo, ya que cualquier relación necesariamente requiere de tiempo.

Puntos de vista
Pareciera que este tema de santidad es sólo para la rama pentecostal de nuestro país, pero eso es tan erróneo como pensar que uno puede fumar marihuana simplemente porque no sale en la biblia. Dios no busca que logremos la felicidad plena, Dios no tiene como objetivo final que logremos sentirnos realizados o que alcancemos nuestros caprichos frustrados, lo que Dios ha demandado del hombre en todo tiempo es que sea Santo, todo lo demás es consecuencia directa o indirecta de nuestra conducta.

Santidad o Religiosidad
Algunos la han interpretados con el formato de la biblia (la más grande posible) debajo del brazo, una corbata, cara de “yo no fui”, cabellos que lleguen al suelo (en el caso de las mujeres) faldas que muestran solo las uñas de los los pies, cara de guardia de seguridad (para no tentar a nadie), etc., etc., etc.… pero esos son sólo formatos que a algunos les gustará y a otros no, pero que en definitiva no tienen nada que ver con nuestro nivel de santidad. La santidad es un estado que tiene relación al tipo de compromiso que tienes con Dios. La biblia nos dice en I Corintios 10:31… “Si, pues, coméis o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo para la gloria de Dios”. Este versículo siempre me ha gustado, porque refleja la totalidad de la vida, partiendo desde asuntos domésticos. Nuestra conducta “diaria” debiese demostrar nuestro nivel de compromiso con Dios, esto dice relación, a que si realmente buscamos la santidad (el ser aparatados) debemos demostrar con hechos concretos y no esporádicos dichos compromisos.

¿Qué quiere Dios?
Dios está buscando una relación permanente con el hombre y no efectos microondas. Dios busca jóvenes que en todo tiempo estén en su presencia, no sólo para los grandes eventos o multitudinarios encuentros. Él quiere relacionarse más allá de unos simples minutos dominicales. Dios quiere que le podamos encontrar en cada paso que demos y en cada decisión que podamos tomar. Dios nos está buscando y te dice insistentemente:
Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré, y cenaré con él, y él conmigo. (Apocalipsis 3:20)

Estoy convencido que si lográramos traspasar la barrera de situacionalismo religioso saliendo de nuestra amada comodidad, y dejamos de mirar nuestro trabajo juvenil simplemente como “actividades”, comenzaremos a impactar a nuestra sociedad con el sólo hecho de sentarnos en una micro, teniendo una simple conversación en la universidad, mientras compramos algo en el almacén de la esquina, etc., será en ese momento que nuestra sombra comenzará a hacer milagros transformadores, y dejaremos huellas ya no sólo por nuestra buena organización, sino por el reflejo de Dios que mostramos en nuestra vida.

Andrés Santibañez trabaja para el Ministerio Juvenil “Influencia Joven”. Es dirigente Nacional de la Iglesia Pentecostal de Chile, en la que está a cargo de la capacitación en los Congresos Juveniles. Tiene una columna en www.paralideres.org y actualmente escribe para un periódico virtual en EE.UU www.relacionproductions.com.

lunes, 10 de septiembre de 2007

La palabra que cuesta


Cada vez que hablamos realizamos un trabajo que nos cuesta un esfuerzo considerable. Algo tan natural, como emitir una frase, es producto de una larga serie de actividades más allá de nuestra consciencia. En este proceso intervienen nuestros conocimientos, sentimientos, emociones y nuestro nivel de relación interpersonal.

¡Aguas!, ¡Ojo!, ¡Guarda!, ¡Suave! Algunas de las diferentes formas de decir: ¡Cuidado!

Cada vez que hablamos realizamos un trabajo que nos cuesta un esfuerzo considerable. Algo tan natural, como emitir una frase, es producto de una larga serie de actividades más allá de nuestra consciencia. En este proceso intervienen nuestros conocimientos, sentimientos, emociones y nuestro nivel de relación interpersonal.

El mensaje no está compuesto solamente por aquello que deseamos comunicar (la noticia), sino por la forma en que nosotros queremos que sea recibido y la relación que tengamos con la persona a quien se lo comunicamos. Por ejemplo, si le cuento a mi mejor amigo que me gané un fin de semana de vacaciones en la playa, voy a utilizar el suspenso («¿a que no adivinas dónde voy a ir el próximo fin de semana?»), mostrar emoción, alegría (uso de exclamaciones, tal vez risas) y, posiblemente, voy a hablar más rápido que otras veces; en cambio, si le cuento la noticia a mi jefe, esa alegría no se exteriorizará de la misma manera, no usaré las mismas exclamaciones ni expresaré igual grado de emoción. Por eso, mi interlocutor determina la forma en que comunico la noticia.

Con respecto al contenido del mensaje, existen numerosas estrategias para dar la información. Hay que tener siempre en cuenta que existe variación subjetiva en el significado de las palabras, lo que hace posible que el oyente les otorgue una interpretación diferente. Por esta razón, si el emisor quiere que su mensaje sea comprendido e interpretado correctamente, debe colocarlo dentro de un contexto perfectamente claro para el interlocutor. Es decir, no podemos dar ejemplos basados en el funcionamiento de un motor a alguien que no entiende nada de mecánica.

Para que haya comunicación «para el otro» es importante utilizar un lenguaje que él pueda comprender, es decir, «ponerse en sus zapatos». Por esta razón, debo conocer las características de la otra persona en particular, tener en cuenta que existe una perspectiva diferente de la mía y ser sensible a ella durante la interacción comunicativa.

Por ello, primeramente el individuo transforma una idea en un mensaje para sí mismo y luego lo adapta al oyente según las características del mismo. Es muy diferente la forma en que voy a hablarle del amor de Dios a un niño, a un adolescente o a un adulto.

También es importante tener en cuenta que cuando un individuo comunica algo a alguien quiere dar cierta impresión de sí mismo. Puede hacerlo en forma deliberada (como cuando en una entrevista de trabajo quiero presentarme como la persona más adecuada para ese puesto), o más o menos inconscientemente. Por esto, la persona que inicia la conversación tiende a proponer la manera en que se desarrollará la misma. Sin embargo, esta forma puede ser rechazada por el interlocutor. Además, la impresión inicial que cada participante ha dado de sí mismo puede influir de manera crucial. Por ejemplo, Juan compró una radio en un comercio en el centro y al cabo de una semana ya no funcionó más. Molesto porque tenía que perder tiempo y dinero en ir a quejarse, ya estaba enojado cuando entró en el lugar. Asumiendo una posición de superioridad, como cliente estafado exigió la inmediata reparación del aparato. Pero lamentablemente Pedro, el dueño de la tienda, había tenido una mañana espantosa y su malhumor equiparaba o aun superaba al de Juan. Casi a los gritos se eximió de toda responsabilidad y culpó al cliente de maluso del aparato. ¿Cómo seguirá el diálogo?

Juan propuso una situación y asumió una posición de poder, pero Pedro la rechazó, reclamándola para sí. A partir de ese momento Juan tiene que reelaborar su estrategia y ver de qué manera conseguir su fin. Puede intentar mantener el poder, pero también puede recurrir a una relación de solidaridad, por medio de un acercamiento amistoso (con frases del estilo: «la vida es cada vez más difícil para todos», «el dinero no alcanza», y otras que contribuyan a distender la situación y sirvan de puente), o bien inspirar compasión («es tan importante para mí poder escuchar las noticias», etc.). A su vez, Pedro puede aceptar las nuevas propuestas comunicativas de Juan, rechazarlas, o proponer alguna diferente.

Esperemos que Juan haya podido obtener una radio que funcione y que Pedro no lo haya echado del establecimiento con malos modales.

Observando lo dicho anteriormente, podemos afirmar que comunicar un mensaje es una tarea que requiere esfuerzo, que nos obliga a sobrepasar nuestras propias fronteras y a alterar nuestra perspectiva egocéntrica para alcanzar la de la otra persona, pero que, sin embargo, vale la pena. Elaboremos mensajes para «el otro», es decir, pongámonos «en sus zapatos».